lunes, 29 de marzo de 2010

LA RANITA Y LA TORTUGA VIEJA



Hace 2300 años, Zhuang Zi, un sabio famoso de la China, comparaba el espíritu de su tiempo al de una pequeña rana que no salía nunca de su pozo y se creía la reina del universo. Cuenta que un día, una vieja tortuga que remonta del mar, llega a pasar por allí. Se acerca y avanza la nariz sobre la boca del pozo para ver lo que hay dentro. Alcanza divisar a la pequeña rana que se divierte como loquita en el fondo del pozo como si aquello fuera el paraíso de todas las delicias. Al percatarse de la presencia de la tortuga que la está observando, la ranita se infla de satisfacción y se larga en inagotables elogios sobre las hermosuras de su pozo, convencida de que de toda su vida la viajera no ha visto cosa tan perfecta. La tortuga escucha este discurso con profundo interés. Pero cuando puede finalmente tomar la palabra, cree complacer a la ranita cantándole a su vez las maravillas del mar. Le describe entonces la profundidad, la fuerza y la majestuosa belleza del inmenso mar. Pero la pequeña rana, lejos de alegrarse de lo que oye, se siente, al contrario, profundamente chocada. Cada palabra que cae de los labios de la tortuga le parece una ofensa a la verdad y una verdadera declaración de guerra. Sobrepasa ampliamente todo lo que la ranita puede soportar. ¿Cómo esta malévola tortuga se atreve a afirmar que existe algo interesante fuera de su pozo? La ranita casi se muere de rabia.

La China de antes se parecía mucho a la ranita. Estaba convencida de que el mundo entero comenzaba al Norte con la Gran Muralla, y terminaba al Sur con la isla de Hainan. Estimaba que todos los que no eran chinos eran bárbaros o demonios. (Por supuesto, también la vieja Europa, y más luego América, pensaron lo mismo de la China y del resto del planeta..., pero vamos). En la actualidad, China ha comenzado a cambiar de parecer. Su visión del mundo (y también la de Occidente respecto a la China y al mundo) se ha ampliado considerablemente. Pese a ello, de un lado como del otro, sigue habiendo demasiada gente que mira al mundo a la manera de la ranita, como si, más allá del pozo, del charco, del barrio, de la parroquia, de la capital, del país, de la cultura o de la religión de uno, no hubiese nada que valiera realmente la pena. Hay un montón de gente que no ve más allá de la punta de su nariz o de su ombligo. Hay gente que, porque no ve al mar, no cree en el mar.

Ésta es una gran desdicha nuestra: no creer sino en lo que nuestros ojos ven. Como este pececito que, un día, pide a un pez grande dónde está el mar.

- Mi niño, ya estás en el mar, responde el pez grande.

El pececito estaba inmerso en el mar, vivía en él, y no lo veía.

En Occidente y en la China hay aún mucha gente que cree en una realidad que sobrepasa lo que los ojos pueden ver. Los hay, por ejemplo, que creen en Dios, pero a menudo son burlados. Los hay también que, a veces, son crucificados por creer que el Dios verdadero es identificado con los pobres y la justicia, y que ese Dios quiere la libertad, no sólo para los que tienen plata y armas, sino para todas y todos hasta el más pequeño de los seres humanos.